LECTURAS DE LA
MENTE
Por Juan Gerardo
Martínez Borrayo
Departamento de
Neurociencias
Universidad de
Guadalajara
¿Por qué ayudamos a unos y no a otros?
Jessica McClure tenía 18 meses de edad en 1987;
estaba jugando en el patio de la casa de su tía en Midland, Texas, EEUU, cuando
cayó en un pozo de agua de siete metros de profundidad y quedó atrapada. Su rescate
fue seguido por millones de persona en todo el mundo y, al ser finalmente rescatada,
generó tanta alegría que después del rescate, la familia recibió 700, 000
dólares en donaciones.
Para 1994 ocurrió el genocidio en Ruanda cuando
los Hutus asesinaron a unos 800, 000 Tutsis y la cobertura que realizó la
cadena de noticias de la CNN fue mucho menor que la dedicada a la tragedia de
la niña. ¿Por qué?
Se trata de un asunto muy complejo que
involucra factores como la falta de información sobre la evolución de un
determinado acontecimiento, el racismo, la magnitud de la tragedia y la
distancia que hay entre nosotros y el lugar en donde está ocurriendo el
problema. Pero lo que nos interesa aquí son los procesos psicológicos que
subyacen al altruismo ya que nos permitirán pensar sobre nuestro propio
comportamiento.
Víctima identificable
Por increíble que nos parezca, somos mucho más
sensibles al sufrimiento de un individuo que el sufrimiento de una masa de
personas. Small y Loewenstein realizaron un experimento en el 2005 en el que,
por llenar un cuestionario, a los participantes les daban 5 dólares. Al terminar
se les daba información sobre el problema del hambre en el mundo y se les
preguntaba cuánto estaban dispuestos a donar.
Esa información sobre el hambre se les dio en
dos versiones, en una se les daba datos estadísticos como a cuantas personas
estaba afectando la escases de alimentos, la cantidad de lluvia que había caído
y el número de personas que se había tenido que mover de residencia debido al
hambre. Había otro grupo se les proporcionaba información sobre Rokia, una niña
de 7 años de Mali, que vivía en extrema pobreza y estaba a punto de morir de
inanición.
Ellos encontraron que a los que se les dieron
la información de la niña donaron el doble comparados con los del grupo de
estadísticas. A esto se le llama el efecto de la víctima identificable.
En otras investigaciones se ha encontrado (Catherine
Spence, 2006) que a mayor número de víctimas, menor es el dinero recibido en
donativos. Incluso, se capta menos dinero si el donativo que se pide es para la
prevención, más que para salvar a personas que ya están enfermas.
Una gota en el océano
Experimentos como estos y otro más, demuestran
que estamos más dispuestos a donar dinero, tiempo y esfuerzo para ayudar a
víctimas identificables, pero ¿Cuáles son las razones de esta forma de actuar?
En primer lugar está la proximidad, ya sea física
o bien los sentimientos de parentesco; no sólo no conocemos personalmente a la
inmensa mayoría de las personas que sufren, sino que además nos resulta difícil
sentir tanta empatía hacía ellas como hacia nuestros parientes, amigos y
vecinos.
Un segundo factor se llama intensidad. Si alguien
se corta el dedo y no grita, llora y enseña la piel desgarrada y sangrante es
poco probable que nos conmueva. Por último, existe el llamado efecto de una
gota de agua en el océano, el cual señala que la fe que tenemos en nuestra
capacidad individual de ayudar a las víctimas disminuyen entre más grande sea
el problema.
El sr. Spock es inhumano
Lo que nos dicen las investigaciones es que
para hacer que las personas sean altruistas debemos de mover los sentimientos
de los sujetos, haciéndonos sentir a las víctimas como cercanas, verlas como sufren
y que podemos hacer algo por ellas.
Pero también nos dicen algo que es mucho más
interesante y perturbador: el pensamiento racional bloquea la empatía. Small y
colaboradores (2007) realizaron un experimento que nos lo demuestra; en su
estudio dividieron a sus participantes en dos grupos, a unos les pusieron a
resolver un problema matemático y a otros les pidieron que pensaran en un
político (para hacerlos enojar). Posteriormente les pusieron las dos reseñas
del problema de hambre que mencionamos antes (la condición estadística y la de
la niña Rokia).
Desgraciadamente, a quienes se les había puesto
en un modo calculador (como el señor Spock de la serie “Viaje a las estrellas”)
se volvieron unos avaros, ya que donaban una cantidad muy pequeña para ayudar a
paliar el hambre, no solo en la condición en la que habían leído las
estadísticas, sino que también, y lo que es más deprimente, en la condición en
la que habían leído la historia de Rokia.
Combatir la desigualdad
Para miles de millones de personas el hambre y
las enfermedades es una realidad cotidiana; en el caso del tercer mundo estamos
hablando de unos tres mil millones de personas que viven con menos de 2 dólares
al día (World Development Report, 2000).
Las investigaciones que ha realizado Daniel Kahneman
han confirmado que el dinero extra les es indiferente a los ricos, mientras que
es vital para los pobres. De esto se deduce que si el dinero pasara de un rico
a un pobre, la persona pobre experimentaría un grado de felicidad mayor que la
que perdería la persona rica; así un país tendría un mayor nivel de felicidad
media cuanto más equitativo esté distribuido el dinero.
Como sociedad podríamos poner como objetivo
combatir la pobreza ya sea por medio de las donaciones altruistas, pero también
por medio de políticas económicas que combatan la desigualdad.
En ambas estrategias la cooperación es indispensable.
La cooperación puede ser el resultado de que tenemos miedo al castigo (Wolpin,
1979), o por mantener una reputación (Wilson, 1993), pero sobre todo porque
tenemos un sentido moral innato que nos produce placer cuando hacemos lo
correcto.
En un experimento, se pidió a los participantes
que jugaran un juego en el que se podía cooperar o hacer trampa. Cuando los
sujetos cooperaban, las áreas del cerebro que corresponden a las experiencias
gratificantes se activaban, y esto ocurría antes de que supiera si su oponente
jugaría limpio, por lo que no sabía si saldría beneficiado o no. En este
sentido, la virtud era una recompensa. Así pues, al menos algunas veces,
nuestro cerebro hace que nos sintamos mejor cuando nos comportamos bien
(Rilling y cols., 2002).
Bibliografía
Deborah Small y George Loewenstein. The devil
you know: the effects of identifiability on punishment. Journal of behavioral decision makin. (2005) 18,
5, p. 311-318
Catherine Spence. Mismatching money and need. En
Keith Epstein, Crisis Mentality: Why sudden emergencies attract more funds than
do chronic conditions, and how nonprofits can change that. Stanford social
Innovation Review, primavera de 2006, p. 48-57 http://www.ssireview.org/articles/entry/crisis_mentality
Deborah Small, George Loewenstein y Paul
Slovic. Sympathy and Callousness: The impact of Deliberative Thought on
donations to identifiable and statistical victims. Organizational behavior and
human decision process, (2007) 102 (2), 143-153
Informe de Desarrollo Mundial, 2000-2001, prefacio. Disponible en: http://siteresources.worldbank.org/INTPOVERTY/Resources/WDR/Spoverv.pdf
Wolpin, K. (1979). A time-series cross-section
analysis of international variation in crime and punishment. Review of economic
and statistics, 62, p. 417-423
Wilson, J. Q. (1993). The moral sense, Nueva
York, Free Press
Rilling, J., Gutman, D., Zeh, T., Pagnoni, G.,
Berns, G. y Kilts, C. (2002). A
neural basis for social cooperation. Neuron, 35, p. 395-405
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